El boxeador Floyd Mayweather trabajó a Conor McGregor hasta dejarlo fuera de combate. El enfrentamiento no fue sólo deportivo. Dejó en evidencia que la brutalidad tiene un alcance muy corto.
por Agustín Marangoni
Lo hacen por plata. Era lógico pensar así. Un combate –un cruce de disciplinas– que movía más de 1000 millones de dólares sin siquiera disputar un título tenía todas las chances de convertirse en otro episodio hueco para el catálogo del show televisivo. Habías dudas, muchas. Cómo encararía la pelea Conor McGregor, cuál sería su estrategia y su técnica. Cómo estaría Floyd Mayweather, hacía dos años que no peleaba y ponía en riesgo el récord de 49 – 0 que ostentaban sus puños. También se desataron las especulaciones políticas: si perdía Maywheather, perdía el boxeo. Entre otras sentencias del estilo. El boxeo no podía perder, hay un siglo de historia que lo sostiene, es uno de los deportes más nobles y populares de todos los tiempos. Pero, hay que reconocer, un triunfo de McGregor hubiese sido un suceso de impacto profundo.
Hay una realidad: el boxeo está en un momento pálido. Su última figura fuerte fue Mayweather, los que vienen detrás están lejos de su elegancia y su inteligencia para resolver combates. Y ni hablar de los números de recaudación. Las artes marciales mixtas, en cambio, están en claro ascenso. Al menos así marca el rating semana a semana. Sin embargo, el boxeo tiene un prestigio que supera por años luz a la galaxia de las MMA. El sábado pasado, de alguna manera, lo que se puso en juego fue ese prestigio. Las cifras duras del espectáculo son crueles y pueden signar un certificado de defunción, incluso para un deporte tan sólido como el boxeo.
McGregor las tenía todas en contra. Los guantes, el calzado, el ring, el tiempo, la cantidad de asaltos y la técnica. Aún así, tenía el público a favor. En el T-Mobile Arena de Las Vegas la mayoría quería presenciar un quiebre histórico. Era eso: el mejor boxeador libra por libra de todos los tiempos contra el mejor atleta de las artes marciales. El boxeador multicampeón de cuarenta años versus el luchador implacable de veintinueve dispuesto a masticarse el mundo. Algo irrepetible, una combinación perfecta para las arcas del negocio y para la épica deportiva.
En los primeros tres rounds parecía que la contienda iba a ser pareja. McGregor, con un estilo particular de brazos extendidos y puños en alto, conectó cuatro golpes en pleno rostro de Money. Y eso fue todo lo que pudo hacer. Con el correr del combate Mayweather demostró que la brutalidad no tiene chance alguna contra la estrategia. Los viejos boxeadores noqueadores de la década de 1920 cayeron frente a los nuevos talentos que pensaban más que lo que golpeaban. Acá fue igual. McGregor se encontró abandonado por su propio cuerpo, por sus propios recursos y por su propia energía, se enfrentó a un rival que supo anularlo sólo con táctica. En el round nueve comenzó el castigo. En el décimo, el árbitro dijo basta.
La decisión de terminar la pelea fue un ejercicio pedagógico. En el boxeo se gana en el proceso, más allá de si alguno besa la lona. El nocaut es un cierre espectacular, claro que sí, pero no es lo único. El intercambio de golpes, los descansos y los silencios son armas de ataque y supervivencia. Hay mística, las peleas conmueven. En cambio, en las artes marciales mixtas está todo preparado para el remate. Son tiempos más cortos, más intensos, más veloces. Se le da vía libre a la brutalidad y eso es lo que vende. Los atletas tienen que dominar técnicas marciales para darle vida a enfrentamientos respetables, crueles y sinceros, pero también diseñados a los tiempos de la violencia como espectáculo. Y cuanto menos se percibe el porcentaje de espectáculo, mejor. Vale (casi) todo y es a todo o nada. Merece respeto, por supuesto, pero es efímero. El boxeo es más complejo. Superior, no: más complejo. Son sólo los puños en un cuadrilátero donde los luchadores definen su vida en una contienda ajedrecística. La violencia queda en un segundo plano, está controlada, dosificada por necesidad. En las MMA la lógica es inversa. Es el desborde explícito: un show joven que entrena al espectador en la falta de sensibilidad. El boxeo requiere de un espectador más atento y analítico.
Ojo. El boxeo no ofrece un momento cálido, artístico. Por supuesto que no. La escritora Joyce Carol Oates, en su ensayo Del boxeo, dice que no hay nada en el boxeo que se parezca al placer. En sus momentos de mayor intensidad, contiene una imagen tan completa y potente que fácilmente se puede entender como la vida en sí misma. El boxeo no es un juego. El resto de los deportes son deportes de fácil reconocimiento porque son juegos. Se juega al fútbol, se juega al básquet, se juega al vóley. No se juega al boxeo. Los combates de boxeo reviven la infancia homicida de la raza. Esa violencia encuentra en estos tiempos un interlineado de sutileza que al mercado televisivo le conviene descartar. Le va a ser difícil.
El mundo vio el sábado un combate extraordinario, a contramano de lo que se suponía que iba a ser. Cuando sonó la campana del séptimo round McGregor ya ni podía mantener en alto los guantes. Sintió en los brazos el peso del desgaste físico. Pero más sintió el peso de la historia.
Foto: standard.co.uk